Las sombras que aprendieron a bailar

Sombras danzando bajo la luna en San Silencio

n San Silencio, donde las noches eran un velo denso y las farolas apenas murmuraban su luz, algo insólito ocurrió bajo una luna que parecía haber descendido a la tierra. Las sombras, siempre obedientes, se liberaron.

Primero fue el herrero. Mientras apagaba la forja, notó que su sombra se desprendía del suelo. Sin esperar permiso, comenzó a girar, danzar, con una gracia que él jamás podría imitar. María, la maestra, contó después que su sombra se movía entre las paredes del aula como una melodía silenciosa. Nadie quería creerlo, hasta que todo el pueblo lo vio.

Una noche, las sombras se congregaron en la plaza. Bajo el temblor de los faroles, se deslizaban al compás de una música inaudible pero palpable. Danzaban con una pasión que llenaba de vértigo, como si fueran espejos de las almas que las proyectaban. La sombra de Juana, rota por el duelo, se movía con una melancolía insondable. La de Miguel, enamorado en silencio, bailaba con torpeza y esperanza.

Aquellas sombras revelaban secretos que sus dueños nunca se atrevían a decir. Cada paso era una confesión, cada giro una herida abierta. Nadie podía imitarlas, porque sus cuerpos eran demasiado rígidos para sostener tanto sentimiento.

La sombra del cura subió al campanario una noche y giró con tal fuerza que las campanas resonaron en todo el valle. Entonces, el pueblo entendió: las sombras no solo bailaban, también hablaban. Eran voces mudas, narradoras de lo inconfesable.

Algunos creyeron que era un regalo de la luna, enamorada de la oscuridad del pueblo. Otros lo tomaron como un castigo. Pero desde entonces, San Silencio dejó de serlo. Porque al final, las sombras siempre encuentran la forma de danzar aquello que el corazón calla

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